España, según José Antonio Vergara Parra

España

Hoy me he levantado fino; e imaginativo. Y escasamente modesto. Dicen los eufemistas periféricos que tenemos un conflicto político. Tal vez por ello los neandertales sanguinarios de la txapela y la serpiente asesinaron a 850 ESPAÑOLES INOCENTES y, por eso mismo, los nacionalistas catalanes han perpetrado sendos golpes de Estado. El primero lo lideró Luis Companys el 6 de octubre de 1934, y el segundo Puigdemont el 10 de octubre de 2017. Conviene decir, por eso de la memoria histórica, que el Gobierno de la II República fue mucho más contundente que el de Rajoy. El Gobierno republicano, amparado en la Ley de Orden Público, echó mano del ejército y la broma de Companys y cía. apenas duró once horas. “El Gobierno debe restablecer en Cataluña su autoridad en todo lo que le compete, manteniéndose estrictamente dentro de la ley (…) Que no puede admitirse que la autonomía se convierta en un despotismo personal, ejercido nominalmente por Companys”; dejó escrito Manuel Azaña.

La degeneración política general y el envalentonamiento de nacionalistas vascos y catalanes no han surgido por generación espontánea. Antes al contrario, son el resultado de un marco legal confuso y fallido, así como de las cesantías, claudicaciones,  tibiezas e inconfesables intereses de los dos grandes partidos nacionales.  Las responsabilidades alcanzan a más actores pero PSOE y PP tuvieron el poder y la oportunidad  de cambiar el curso de los acontecimientos. Y no lo hicieron. Lo que fuera un arroyo sin apenas corriente ha derivado en un río de aguas bravas salpicado de peligrosos remolinos y cascadas.

González, Aznar, Zapatero, Rajoy y Sánchez, cuando sus mayorías fueron insuficientes, echaron mano de nacionalistas previo pago de costosísimos e indecorosos peajes.

Olvídense.  No quedan patriotas ni románticos. Apenas cuatro mal contados, entre quienes orgullosamente me cuento. Corren tiempos de mancebías y lonjas de dudosa reputación. De amores impostados que se venden muy caros. De políticos a los que les gusta el güisqui con lucecitas de colores y señoritas de vida distraída y que, por alcanzar el orgasmo y recuelos del poder, sueltan la plata y conceden las soberanías que sean menester, aunque la bolsa y dominios sean ajenos pero propia la desvergüenza.  Y lo llamaron “gobernabilidad del país”. Las narices. El país os importa un carajo. Gobernáis a salto de mata, postergando una y otra vez decisiones tan impopulares como perentorias. Vais a apañaros lo vuestro aunque la nación quede hipotecada hasta las cejas y liquidado, a precio de ganga, el territorio y soberanía nacionales. Os postráis ante burócratas europeos, a los que nadie ha elegido en unas urnas para garantizaros futuras y suculentas compensaciones. Mientras las clases medias y bajas de España están sometidas a una férrea dieta y se las ven y se las desean para salir adelante, vosotros, vosotres y vosotras os pegáis la vida padre a costa del sudor y renuncias de quienes os pagamos el sueldo. Sí. Me refiero al dinero público que, según una cateta socialista, no es de nadie. Por favor. Que me disculpen los políticos honrados e íntegros, de todo color y condición, pero sus silencios y genuflexiones son interpretados por sus élites como salvoconductos para sus bandazos, amnesias e incumplimientos.  A ver si nos enteramos que la democracia, también la de los partidos, se ejerce de abajo a arriba; en el entendido de que nada servirá esto último si los de abajo tienen como única meta llegar arriba a cualquier precio.   

Reconozco mi hastío de tantas bregas y desamores. Dejó dicho Charles Bukowski que “en la guerra y el amor todo vale, menos arrastrarse. En la guerra se muere de pie y en el amor se dice adiós con dignidad.”  No atisbo guerra alguna, a Dios gracias, pero sí repudio pues por determinadas latitudes y altitudes aman a todas las criaturas menos a maquetos y charnegos. Me refiero, claro está, a los líderes y lideresas vascos y catalanes que han excretado por sus bocas no sé cuántas boñigas sobre las excelencias de determinados erres haches y de sus respectivas estirpes. Y me refiero, también, a los ciudadanos vascos y catalanes que, con sus mutismos y votos, refrendan tan repugnantes afirmaciones. Recuerdo una reflexión algo prosaica pero enteramente cierta: “Un racista es, fundamentalmente, un imbécil”.

Autorícense, pues,  todos los referéndums habidos y por haber. Que todos los pueblos de España sean consultados; y respetados sus albedríos. Viento al que quiera volar solo y gratitud al que guste hacerlo unido. No podemos evitar el desamor pero sí preservar nuestra dignidad. La poca o mucha que nos reste pues, extinguida ésta, nada quedará salvo la humillación de una sociedad agonizante que ha perdido el respeto por sí misma. Ignoro qué España quedaría unida y cuál no. Sí sé que estaré allí donde sea bien hallado y recibido. Donde, por el mestizaje maravilloso de los siglos, corra sangre felizmente contaminada. Donde las almas sean cándidas antes que altaneras.

¿Acaso importan los nombres y sus confines?  Allí donde lo mejor de cada cultura haya florecido estaré bien. Donde las almas asuman las responsabilidades por sus decisiones y actos. Donde nadie pinte dianas ni trace falsos culpables para ocultar la mediocridad y ruindad propias. Puestos a elegir,  un lugar de calles empedradas y casas blancas que respiran en una plaza recoleta, de orgullosos cipreses, con suelos de piedras de canto rodado, de insolentes sombras  y fontanas eternas. Que no falten azulejos con Jesús representado, flanqueados por sendos faroles de hierro repujado, de luz templada donde, al pasar, pueda uno santiguarse pa las afueras y sus adentros.  Vientos bien cercanos con salmuera y lozanía del Atlántico. Calles empedradas, digo, que guarden a los vivos y despidan a sus muertos pero que nunca, nunca jamás, tributen a los miserables.

Donde la lengua sea comunicación y no frontera. Donde la verdad sea ineludible y proscrito el embuste. Donde no todo se compre y no todo se venda. Donde la política salga de la ciénaga para regresar al ágora. Pido mucho; lo sé. Comencemos por el reposo que lo demás vendrá por añadidura  pues, tras previsibles huidas, mayor será la paz rezagada que la gloria esquilmada. Eso sí; habrán de  llevarse consigo a la camada de felones y tontos útiles de la Carrera de San Jerónimo  y demás sucursales de provincias que, por los servicios prestados, bien merecen pisito y paga por los dominios de las repúblicas vasca y catalana. Es lo justo. E innegociable.

Hace escasos días he estado en Andalucía. En un pedacito de ella. Cádiz, Jerez, Chipiona, San Lúcar de Barrameda, Tarifa y algunos pueblecitos blancos. Y he sentido lo mismo que la primera vez. Que lo mejor de España anda por allí porque Andalucía es España y España es Andalucía. Antes que andaluces y españoles, son felices y hacen felices a quienes andamos de paso; porque aman y no odian, porque se saben iguales y no mejores, porque rezan y no culpan, porque veneran a Jesús y a su Madre con una humildad y amor que emocionan. Cuantos por allí pasaron dejaron lo mejor de sí. Andalucía es una maravillosa miscelánea de culturas, arte, vestigios,  quejíos y duende que impregnan cada intersticio de su aire. No hay lugar en el mundo más cercano al cielo ni donde la hispanidad esté más y mejor representada. Volveré siempre que pueda porque allí se detienen las preocupaciones y sonríe la vida. Bien sé que estamos de paso pero, mientras ande por estos mundos de Dios, quiero toda la paz que me sea posible.

¿Saben qué les digo? Que hay mucha España por delante. Un día de éstos les hablaré de Castilla La Vieja, también de la Nueva, de Extremadura, Murcia, Valencia y los madriles. De astures, aragoneses, riojanos y navarros. De ceutíes y melillenses. De gallegos y canarios; naturalmente. Hoy les hablé de Andalucía pues la tengo muy fresca en la memoria y juraría que en ella se guarda la verdadera esencia de España.  Gracias, Andalucía. Gracias, España.